viernes, 21 de octubre de 2011

Texto de estudio para examen

ARTHUR MILLER

LA TRAGEDIA Y EL HOMBRE COMÚN i[i]

Lo que sigue es un extracto de la introducción que el Sr. Miller preparó para la presentación de Muerte de un Viajante que será publicado por Viking.

En esta época se escriben pocas tragedias. Frecuentemente se dice que esto se debe a que existen pocos héroes en nuestro derredor, o que, debido al escepticismo de la ciencia, la sangre del hombre moderno ha sido vaciada de la posibilidad de la fe, y que una actitud de reserva y circunspección no pueden nutrir el surgimiento de un impulso heroico de la vida. Por la razón que fuere, generalmente, nos dicen que hoy somos seres que estamos muy por debajo de la tragedia o que la tragedia está muy por encima nuestro. La conclusión inevitable, por supuesto, será que el modelo trágico es arcaico, y que solo sirve para los que ocupan un nivel muy alto, los reyes o los que están relacionados con la realeza; esto es lo que se quiere decir generalmente, aunque no se lo exprese con tantas palabras.

Creo que el hombre común, al igual que los reyes de antaño, es un sujeto apto para la tragedia, en su sentido más alto. Esto debería ser obvio a la luz de la psiquiatría moderna, que basa su análisis en formulaciones clásicas tales como los complejos de Edipo y de Orestes, por ejemplo, que fueron representados por seres pertenecientes a la realeza pero que se aplican a todos los hombres en situaciones emocionales similares.

Este no es un tema exclusivo.

Para decirlo con mayor simpleza, cuando hablamos de otros temas, fuera del tema de la tragedia en el arte, nunca dudamos en atribuir a los que ocupan rangos sociales altos o exaltados los mismos procesos mentales que a los que ocupan un lugar social menor. Y finalmente, si la exaltación de la acción trágica fuera realmente una cualidad que puede atribuirse solamente a los que han nacido de buena cuna, sería inconcebible que masas enteras de la humanidad pudieran preferir la tragedia sobre todas las demás formas de arte, ni qué decir que no podría aceptarse que la comprendieran.

Como regla general, que tal vez contenga muchas excepciones que yo no conozco, creo que el sentimiento trágico es evocado en nosotros cuando nos hallamos en presencia de un personaje que está dispuesto a dar su vida, se fuese necesario, para conservar una única cosa: su sentimiento de dignidad personal. Desde Orestes hasta Hamlet, desde Medea hasta Macbeth, la lucha subyacente consiste en que el individuo intenta ganar su posición “justa” en la sociedad en que vive.

A veces se trata de alguien que ha sido desplazado de ella, otras, de alguien que intenta lograrla por primera vez, pero la herida fatal de la cual surgen los acontecimientos inevitables es una herida a la dignidad, y su fuerza dominante es la indignación. Por lo tanto, la tragedia es la consecuencia de la total compulsión que tiene el hombre de evaluarse a sí mismo con justicia.

Es el héroe mismo quien inicia la tragedia, y el relato siempre revela lo que ha sido denominado “la falta trágica”, una falta que no solamente poseen los personajes grandiosos o elevados. Ni siquiera se trata de una debilidad. La falta o el resquebrajamiento del personaje, no es más ( y no es necesario que sea más) que su inherente renuencia a permanecer pasivo ante lo que él considera un desafío a su dignidad, a la imagen que él tiene de su propio lugar en la sociedad. Solamente los pasivos, solamente los que aceptan su porción en la vida sin vengarse activamente están “libres de faltas”. La mayoría de nosotros pertenecemos a esta categoría.

Pero existen personas, hoy, entre nosotros, que siempre se han opuesto al esquema de las cosas cuando éste los degrada, y en este proceso de oposición todo lo que hemos aceptado, ya sea por temor, por falta de sensibilidad o por ignorancia se deshace ante nosotros y es examinado. Y todo esto lo inicia un individuo que se opone al cosmos aparentemente estable que nos rodea, y de este análisis total del medio ambiente “estable”, proviene el terror y el miedo que son clásicamente asociados a la tragedia.

Y lo que es más importante aún, a partir de este cuestionamiento total de lo que previamente había permanecido incuestionado, surge el aprendizaje. Y esta clase de proceso no está fuera del alcance del hombre común. Durante los últimos treinta años, en todas las revoluciones que se han producido en el mundo, este hombre común ha demostrado , una y otra vez, esta dinámica interna de la tragedia.

Creer que el rango del héroe trágico debe ser la “nobleza” de su carácter, implica que nos atenemos únicamente a las formas exteriores de la tragedia. Si el rango o la nobleza de carácter fuesen indispensables, sería necesario pensar que los problemas de aquellos que pertenecen a un rango social elevado tienen sus problemas particulares y que estos son los problemas de los que tratan las tragedias. Pero estoy seguro de que el derecho de un monarca de apropiarse de las tierras de otro no producen ninguna pasión en nosotros, ni tampoco los conceptos de justicia que nosotros tenemos son los que estaban en la mente de un rey de la época isabelina.

Entonces, ¿de qué se trata?

Sin embargo, la cualidad que nos sacude en las obras trágicas proviene del miedo subyacente que tenemos de ser desplazados, del desastre que significa que seamos arrancados de la imagen que hemos elegido para representarnos qué y quienes somos en este mundo. Entre nosotros, hoy en día este temor es tan fuerte, o tal vez más fuerte de lo que fue siempre. En realidad, es el hombre común quien conoce mejor que nadie este temor.

Si resulta cierto que la tragedia es la consecuencia de la compulsión total que tiene el hombre de evaluarse a sí mismo con justicia, el hecho de que se destruya a sí mismo cuando lo intenta, ubica el error o el mal en el entorno social. Y de esto, precisamente, trata la moral de las tragedias, y esto es lo que tratan de enseñarnos. El descubrimiento de la ley moral, que es lo que la tragedia intenta alumbrar, no se refiere al descubrimiento de un hecho abstracto o metafísico.

El derecho trágico es una condición de vida, una condición en la cual la personalidad humana puede florecer y realizarse a sí misma. Lo errado es la condición que suprime al hombre, que desvía el fluir de sus instintos amorosos y creativos. La tragedia es iluminadora y debe serlo ya que apunta con su dedo heroico al enemigo de la libertad humana. Lo que exalta en la tragedia es esa cualidad que le confiere el impulso hacia la libertad. El cuestionamiento revolucionario del entorno estable es lo que nos aterroriza. Y de ninguna manera esto está fuera del alcance del pensamiento y de las acciones del hombre común.

Vista bajo esta luz, la falta de tragedias hoy, puede deberse, parcialmente al giro que la literatura moderna ha dado hacia un punto de vista excesivamente psiquiátrico o puramente sociológico. Si todas nuestras miserias, nuestras indignidades nacen y se alimentan en nuestras propias mentes, entonces, toda acción, y mucho menos la acción heroica, es obviamente imposible.

Si únicamente la sociedad es responsable por el cercenamiento de nuestras vidas, entonces tendríamos un protagonista cuyas necesidades deben ser tan puras e impolutas que se anularía su validez como personaje. La tragedia no puede derivar de ninguno de estos puntos de vista, simplemente porque ninguno de ellos representa un concepto equilibrado sobre la vida .Por sobre todo, la tragedia necesita que el escritor tenga mucha precisión en la apreciación de las causas y sus efectos.

Por lo tanto ninguna tragedia puede surgir si el autor teme cuestionar absolutamente todo, o si el autor considera que las instituciones, los hábitos o las costumbres son imperecederas, inmutables o inevitables. En el punto de vista trágico la necesidad del hombre de realizarse totalmente es el único punto de vista fijo, y todo lo que desnaturaliza este desarrollo debe ser atacado y examinado. Pero esto no quiere decir que la tragedia deba alentar revoluciones.


¿Cómo lograr la “estatura” del personaje?

Los griegos podían elevarse y probar el origen divino de sus costumbres y descender para confirmar si sus leyes son justas. Y Job podía enfrentar a Dios con enojo en reclamo de sus derechos y terminar sometido a sus designios. Pero, en algún momento preciso estos personajes someten todo a la crítica, nada se acepta y esta manera de forzar y de rasgar el cosmos, el mismo hecho de hacerlo le confiere “estatura” , estatura trágica al personaje, cosa que generalmente, y de manera espúrea es como se califica a los personajes de la realeza o de alta condición social. El más común de los hombres puede alcanzar dicha estatura, siempre y cuando tenga el deseo de cuestionarse todo lo que posee en esta batalla para lograr el lugar que le corresponde en este mundo.

Hay un concepto tergiversado de la tragedia que he visto en todas las críticas, y también en muchas de las conversaciones que he sostenido con escritores y lectores. Y es que la tragedia necesariamente es pesimista. Incluso el diccionario dice únicamente que esta palabra significa una historia con un final triste o infeliz. Esta impresión está tan extendida que, aunque pleno de dudas, afirmo que, en realidad, la tragedia implica que su autor es mucho más optimista cuando escribe una tragedia que cuando crea una comedia, y que el resultado final significa que se refuerzan, en el observador, las opiniones más elevadas sobre el animal humano.

Porque es verdad que , en esencia, el héroe trágico está abocado a reclamar la parte que le toca como persona, y si la lucha es total y sin reservas, esto automáticamente demuestra que la voluntad del hombre para llegar a ser humano es indestructible.

La posibilidad de la victoria se encuentra allí, en la tragedia. En cambio, cuando rige el patetismo, cuando aparece el patetismo, esto implica que el personaje ha peleado una batalla que nunca podría haber ganado. Lo patético se logra, cuando el protagonista, debido a su poca inteligencia, insensibilidad o toda su figura lo muestran como incapaz de medirse con una fuerza muy superior a él.

Un mejor equilibrio.

Lo patético es la verdadera modalidad del pesimista. La tragedia, en cambio, necesita de un mejor equilibrio entre lo que es posible y lo imposible. Y curiosamente, aunque deberíamos decir que esto es lo que resulta edificante, las obras de teatro que hemos amado durante siglos y siglos son tragedias. Unicamente en las tragedias reside la creencia optimista en la posibilidad de perfeccionamiento del hombre.

Es tiempo, creo, de que nosotros que ya no tenemos reyes, retomemos este hilo de nuestra historia para llevarlo al único sitio posible en nuestra época: el corazón y el espíritu del hombre común.

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