lunes, 4 de abril de 2011

La ingratitud del hombre y la desnuda realidad

TRANSCRIPCIÓN DEL PUNTO II, CAPÍTULO 2 DE IDEAS Y CREENCIAS DE ORTEGA Y GASSET, ALIANZA EDITORIAL, MADRID, 1995.


El defecto más grave del hombre es la ingratitud. Fundo esta calificación superlativa en que, siendo la sustancia del hombre su historia, todo comportamiento antihistórico adquiere en él un carácter de suicidio. El ingrato olvida que la mayor parte de lo que tiene no es obra suya, sino que le vino regalado de otros, los cuales se esforzaron en crearlo y obtenerlo. Ahora bien, al olvidarlo desconoce radicalmente la verdadera condición de eso que tiene. Cree que es don espontáneo de la naturaleza y, como la naturaleza, indestructible. Esto le hace errar a fondo en el manejo de esas ventajas con que se encuentra e irlas perdiendo más o menos. Hoy presenciamos este fenómeno en grande escala. El hombre actual no se hace eficazmente cargo de que casi todo lo que hoy poseemos para afrontar con alguna holgura la existencia lo debemos al pasado y que, por tanto, necesitamos andar con mucha atención, delicadeza y perspicacia en nuestro trato con él – sobre todo, que es preciso tenerlo muy en cuenta porque, en rigor, está presente en lo que nos legó. Olvidar el pasado, volverle la espalda, produce el efecto a que hoy asistimos: la rebarbarización del hombre.
Pero no me interesan ahora estas formas extremas y transitorias de ingratitud. Me importa más el nivel normal de ella que acompaña siempre al hombre y le impide hacerse cargo de cuál es su verdadera condición. Y como en percatarse de sí mismo y caer en la cuenta de lo que somos y de lo que es en su auténtica y primaria realidad cuanto nos rodea consiste la filosofía, quiere decirse que la ingratitud engendra en nosotros terrible ceguera filosófica.
Si se nos pregunta qué es realmente eso sobre que pisan nuestros pies, respondemos al punto que es la Tierra. Bajo este vocablo entendemos un astro de tal constitución y tamaño, es decir, una masa de cósmica materia que se mueve alrededor del Sol con regularidad y seguridad bastantes para que podamos confiar en ella. Tal es la firme creencia en que estamos y por eso nos es la realidad, y porque nos es la realidad contamos con ello sin más, no nos hacemos cuestión del asunto en nuestra vida cotidiana. Pero es el caso que, hecha la misma pregunta a un hombre del siglo VI antes de J.C. su respuesta hubiera sido muy distinta. La Tierra le era una diosa, la diosa madre, Deméter. No un montón de materia, sino un poder divino que tenía su voluntad y sus caprichos. Basta esto para advertirnos que la realidad auténtica y primaria de la Tierra no es ni lo uno ni lo otro, que la Tierra-astro y la Tierra-diosa no son sin mas ni más la realidad, sino dos ideas; si se quiere, una idea verdadera y una idea errónea sobre esa realidad, que inventaron hombres determinados un bien día y a costa de grandes esfuerzos. De suerte que la realidad que nos es la Tierra no procede sin más ni más de ésta, sino que la debemos a un hombre, a muchos hombres antepasados, y además que depende su verdad de muchas difíciles consideraciones; en suma, que es problemática y no incuestionable.
La misma advertencia podríamos hacer con respecto a todo, lo cual nos llevaría a descubrir que la realidad en que creemos vivir, conque contamos y a que referimos últimamente todas nuestras esperanzas y temores, es obra y faena de otros hombres y no la auténtica y primaria realidad. Para topar con ésta en su efectiva desnudez fuera preciso quitar de sobre ella todas esas creencias de ahora y de otros tiempos, las cuales no son más que interpretaciones ideadas por el hombre de lo que encuentra, al vivir, en sí mismo y en su contorno. Antes de toda interpretación, la Tierra no es ni siquiera una “cosa”, porque “cosa” es ya una figura de ser, un modo de comportarse algo (opuesto, por ejemplo a “fantasma”) construido por nuestra mente para explicarse aquella realidad primaria.

Si fuésemos agradecidos habrías, desde luego, caído en la cuenta de que todo eso que nos es la Tierra como realidad y que nos permite en no escasa medida saber a qué atenernos respecto a ella, tranquilizarnos y no vivir estrangulados por un incesante pavor, lo debemos al esfuerzo y al ingenio de otros hombres. Sin su intervención estaríamos en nuestra relación con la Tierra, y lo mismo con lo demás que nos rodea, como estuvo el primer hombre, es decir, aterrados. Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencias que son el capital sobre que vivimos. La grande y, a la vez, elementalísima averiguación que va a hacer el occidente en los próximos años cuando acabe de liquidar la borrachera de insensatez que agarró en el siglo XVIII, es que el hombre es, por encima de todo, heredero. Y que esto y no otra cosa es lo que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero, es tener conciencia histórica.
La realidad auténtica de la Tierra no tiene figura, no tiene un modo de ser, es puro enigma. Tomada en esa su primaria y nula consistencia, es suelo que por el momento nos sostiene sin que nos ofrezca la menor seguridad de que no nos va a fallar en el instante próximo; es lo que nos ha facilitado la huida de un peligro, pero también lo que en forma de “distancia” nos separa de la mujer amada o de nuestros hijos; es lo que a veces presenta el enojoso carácter de ser cuesta arriba y a veces la deliciosa condición de ser cuesta abajo. La Tierra por sí y mondada de las ideas que el hombre se ha ido formando sobre ella no es, pues “cosa “ninguna, sino un incierto repertorio de facilidades y dificultades para nuestra vida.
En este sentido digo que la realidad auténtica y primaria no tiene por sí figura. Por eso no cabe llamarla “mundo”. Es un enigma propuesto a nuestro existir. Encontrarse viviendo es encontrarse irrevocablemente sumergido en lo enigmático. A este primario y preintelectual enigma reacciona el hombre haciendo funcionar su aparato intelectual, que es, sobre todo, imaginación. Crea el mundo matemático, el mundo físico, el mundo religioso, moral, político y poético, que son efectivamente “mundos”, porque tienen figura y son un orden, un plano. Estos mundos imaginarios son confrontados con el enigma de la auténtica realidad y son aceptados cuando parecen ajustarse a ésta con máxima aproximación. Pero, bien entendido, no se confunden nunca con la realidad misma. En tales o cuales puntos, la correspondencia es tan ajustada que la confusión parcial se produciría – y ya veremos las consecuencias que esto trae – pero como esos puntos de perfecto encaje son inseparables del resto, cuyo encaje es insuficiente, quedan esos mundos imaginarios, como mundos que sólo existen por obra y gracia nuestra; en suma, como mundos “interiores”> Por eso podemos llamarlos ‘Nuestros “. Y como el matemático en cuento matemático tiene su mundo y el físico en cuanto físico, cada uno de nosotros tiene el suyo.
Si esto que digo es verdad, ¿no se advierte lo sorprendente que es? Pues resulta que ante la auténtica realidad, que es enigmática y, por tanto, terrible – un problema que ‘solo lo fuese para intelecto, por tanto un problema irreal, no es nunca terrible, pero una realidad, precisamente como realidad, y por sí, consiste en enigma es la terribilidad misma -, el hombre reacciona segregando en la intimidad de sí mismo un mundo imaginario. Es decir, que por lo pronto se retira de la realidad, claro que imaginariamente, y se va a vivir a su mundo interior. Esto es lo que el animal no puede hacer. El animal tiene que estar siempre atento a la realidad según ella se presenta, tiene que estar siempre “fuera de sí”. Scheler, en El puesto del hombre en el cosmos entrevé esta diferente condición del animal y el hombre, pero no la entiende bien, no sabe su razón, su posibilidad. El animal tiene que estar fuera de sí por la sencilla razón de que no tiene un “dentro de sí”, un chez soi, una intimidad donde meterse cuando pretendiese retirarse de la realidad. Y no tiene intimidad, esto es, mundo interior, porque no tiene imaginación. Lo que llamamos nuestra intimidad no es sino nuestro imaginario mundo, el mundo de nuestras ideas es lo específico del hombre y se llama “ensimismarse”. De ese ensimismamiento sale luego el hombre para volver a la realidad, pero ahora mirándola, como con un instrumento óptico, desde su mundo interior, desde sus ideas, algunas de las cuales se consolidaron en creencias. Y esto es lo sorprendente que antes anunciaba: que el hombre se encuentra existiendo por partida doble, situado a la vez en la realidad enigmática y en claro mundo de las ideas que se le han ocurrido. Esta segunda existencia es, por lo mismo, “imaginaria”, pero nótese que el tener una existencia imaginaria pertenece como tal a su absoluta realidad

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